Cada vez más ciudadanos se están organizando en defensa propia. Lo hacen con miedo, en muchos casos –incluso– con un pánico que domina su vida cotidiana. Lo novedoso es que han dejado de ser organizaciones para cooperar y denunciar; ahora son vecinos dispuestos a actuar y a poner el cuerpo en el combate contra el delito.
El Estado –hay que decirlo– ya no ejerce el monopolio de la fuerza.
La inseguridad no es, por cierto, un problema nuevo en la Argentina, como tampoco el miedo. Pero algo se ha acelerado en el último tiempo. El pacto de confianza entre la ciudadanía y el Estado se ha terminado de romper. Hubo una etapa en la que esa desconfianza derivó en una privatización de la seguridad: vecinos y comerciantes contrataron alarmas, vigiladores, sistemas de cámaras y monitoreo. Un sector de la clase media se refugió en barrios privados. Eso ya no alcanza y hoy parece ingresarse en una fase peligrosa: la seguridad por mano propia. Cada vez más gente decide armarse, mientras crece en los barrios el montaje de redes de vigilancia y patrullaje vecinal. En muchos casos, esa vigilancia incluye rondines de vecinos armados con palos, rotaciones para proteger comercios, interrogatorios a supuestos sospechosos, seguimientos fotográficos, grabaciones de vehículos extraños y pegatina de afiches con rostros de presuntos delincuentes. Lo hemos visto por televisión: son cada vez más frecuentes los episodios en los que vecinos atrapan a un ladrón y ejecutan en el acto una condena, desde una paliza hasta humillaciones y vejámenes. Otros matan en defensa propia. Son síntomas de un desquicio social derivado de la ausencia, la corrupción y la ineficacia estatales.
La inseguridad nos ha robado la tranquilidad ciudadana; nos ha arrebatado el sosiego y la calma. Por supuesto, nos ha quitado libertad, espontaneidad y hasta sociabilidad. Hace mucho que nos da miedo que nuestros hijos hablen con desconocidos o que interactúen en el barrio con cierta naturalidad. Esto nos ha convertido en una sociedad asustada y fragmentada. Ahora corremos el riesgo de convertirnos en una sociedad paranoica.
En el Gran Buenos Aires y en los grandes centros urbanos, la cuestión adquiere un dramatismo escalofriante. Pero el problema se ha extendido al interior, incluso a pequeñas localidades que se caracterizaban por su tranquilidad. Lugares que hasta hace poco eran elegidos para escapar de la inseguridad de las ciudades (como Pinamar, para citar un caso concreto) hoy viven aterrados, con vecinos encerrados tras la caída del sol, organizados por WhatsApp para controlar desde sus ventanas cualquier movimiento extraño.
La cuarentena eterna parece haber agudizado este drama social. También ha contribuido la masiva excarcelación de presos (cuyos efectos empiezan a padecerse ahora en muchas barriadas del conurbano). Pero otro componente es el desconcierto que genera la falta de coherencia en el comando de la seguridad pública: una académica y un militar simbolizan los extremos de una estrategia pendular que confunde a la ciudadanía y favorece el descontrol.
Mientras el Ministerio de Seguridad de la Nación apela a la antigua cantinela de negar el aumento de los delitos, echar la culpa a los medios y elaborar teorías academicistas para explicar la violencia, su par bonaerense nos propone a una suerte de Rambo bien entrenado, que exhibe su fuerza física en una rutina de abdominales, hace alarde de virilidad y sale por los descampados en operativos fotogénicos para subir a Twitter. Frente a este burdo espectáculo de la política, las familias viven con el corazón en la boca. Y una madre, la de Facundo Astudillo, espera que el Estado le explique qué pasó con su hijo.
La contradicción entre Rambo y una antropóloga quizá exprese el mareo del Gobierno frente a un problema que lo incomoda. La inseguridad siempre fue una piedra en el zapato del actual oficialismo. Desde las marchas conmovedoras de Blumberg se intentó la política del péndulo: por un lado, algunas leyes duras, la Gendarmería en el conurbano y una retórica oportunista; por el otro, la doctrina zafaroniana, policías desarmados fuera de servicio y garantismo militante. Una mezcolanza híbrida que, por supuesto, agravó el problema.
Mientras la política discute una extravagante e inoportuna reforma en la Justicia Federal, hay una sociedad con insomnio: el miedo no la deja dormir
Frente a la inseguridad, resultan inapropiadas las categorías con las que cierta parte del poder procesa los conflictos sociales: es un flagelo que atraviesa al conjunto de la sociedad, que castiga con mayor virulencia a los sectores pobres y mete miedo, por igual, a las capas medias y altas de la pirámide social. Es difícil estigmatizar el reclamo, como se ha hecho con el banderazo. Las simplificaciones clasistas y los ideologismos simplones no parecen suficientes ante la inseguridad.
Los intendentes, mientras tanto, disimulan su impotencia. Muchos se quejan en voz baja de la política de Berni (a la que algunos califican como 'una cáscara vacía' y 'una campaña de promoción personal'). Aseguran que les han sacado patrulleros y hay menos personal en las calles. Admiten, por otra parte, que los operativos por la cuarentena absorben muchos recursos policiales. En el interior, por ejemplo, tienen buena parte de sus efectivos y patrulleros asignados a controlar los accesos. Otros agentes se dedican a custodiar los movimientos de personas que entran a las localidades. Policías de varias provincias se movilizaron hace unos días para impedir que un padre se despidiera de su hija agonizante. En eso se consumen las energías policiales.
El humorista Rolo Villar, con esa agudeza penetrante que disfrutan los oyentes de Radio Mitre, lo sintetizó así: 'Unos pibes van a entrar a una casa cuando los intercepta la policía. ‘¿No saben que están prohibidos los eventos familiares?’, les advierten, con rigor. ‘Pero no, nosotros veníamos a robar…’ ‘Ah, bueno… entonces sigan’'. El humor suele captar con mayor profundidad que la política algunos desatinos de nuestra realidad cotidiana.
Lo cierto es que en muchos distritos también ha disminuido la presencia de patrullas municipales. No lo dicen en voz alta, pero varios intendentes reconocen que tienen serias dificultades operativas por la drástica caída que han sufrido en su recaudación. Es otra consecuencia de la parálisis por la cuarentena. Como si fuera poco, tienen menos agentes porque muchos pertenecen a grupos de riesgo. Por todo eso, sumado a dosis importantes de inoperancia, hay municipios (como el de La Plata) que ni siquiera cambian las luminarias quemadas. Las ciudades están más oscuras, más desiertas, más desprotegidas: ¿eso no es zona liberada? Hay que agregar los cortes de luz, que en todo el conurbano se han vuelto a intensificar.
En muchas barriadas, además, detectan una mayor violencia en el arrebato callejero. Y algunos dirigentes sociales aportan una novedosa explicación: 'Lo común era que ante un robo la víctima entregara enseguida el celular. Ahora se aferra y se resiste; no lo quiere soltar porque sabe que no lo podrá reponer'. Son aristas de un drama social que también se ha profundizado en estos meses.